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De Descartes a los albores de la Neurociencia.



La primera exposición científica que relacionaba al cerebro con la conciencia se la debemos a Hipócrates en el siglo V a.C. quien creía que la mente creada por el cerebro, iba muriendo paso a paso a medida que se degeneraba el órgano. Los hombres deben saber, expuso, que el cerebro y solo del cerebro surgen nuestros placeres, alegrías, tristezas, dolores y lágrimas. Sus contemporáneos con Aristóteles al frente, pensaban que la mente residía en el corazón. Los médicos alejandrinos del siglo III a.C., al abordar la naturaleza de los nervios, propusieron la existencia en todos los animales de un fluido que correría por los nervios motores y sensoriales y sería el responsable del movimiento y las sensaciones. Le llamaron pneuma, spiritus en latín. Tal entidad carecía de peso y era intangible e invisible. Aunque la hipótesis no era más que un recurso retórico, nunca sometido a contraste, perduró al hacerla suya Galeno en el siglo II d.C. Dividía este cerebro en tres ventrículos: cada uno de ellos era la causa de una facultad mental diferente: imaginación, razón y memoria. El cerebro controlaba las actividades del cuerpo mediante el bombeo del pneuma.

René Descartes, ya en el siglo XVII, propuso una explicación de la conciencia a medio camino entre la física y la filosofía que ha ejercido una gran influencia posterior. Declaró que cuerpo y mente estaban hechos de distinta sustancia. Y debe ser así, razonaba por el cuerpo, res extensa, existe en el tiempo y el espacio, mientras que la mente no tiene dimensión espacial. La mente constaba de una sustancia etérea, un fluido que se almacenaba en un receptáculo del cerebro. A ese fluido lo llamó la res cogitans y puso el receptáculo en la glándula pineal. En efecto, cuando diseccionó un cerebro en busca de la sede del alma, advirtió que la mayoría de las estructuras de un hemisferio cerebral se repetían en el otro. Pero el alma era una entidad única e indivisible, por consiguiente, no podía instalarse en dos lugares. Por fín encontró una ubicación singular en el centro del cerebro, la glándula pineal y dedujo que tenía que residir ahí. Hoy sabemos que la glándula pineal se limita a producir sustancias relacionadas con el ritmo circadiano, es decir, con alternancia del día y la noche, pero la noción de que la conciencia pueda tener una sede concreta sigue muy viva. El candidato mejor situado es el claustro cerebral, una fina lámina de células situadas debajo del neocórtex.El fisiólogo italiano Giovanni Borelli, contemporáneo de Descartes, rechazó la idea de que corriera ninguna sustancia “etérea” por el cuerpo y sugería que lo que se transmitía era una conmoción. Para el profesor de Pisa, los nervios eran canales rellenos de un material esponjoso. El descubrimiento de la naturaleza de la conmoción propuesta por Borelli debería esperar al descubrimiento de la electricidad animal hecha por su compatriota Luigi Galvani más de un siglo después. La fisiología concreta del cerebro recibió un primer impulso con los trabajos del inglés Thomas Willis, quien en el mismo siglo que Descartes y Borelli acometió las primeras disecciones del órgano en el Bearn Hall de Oxford. De ser una suerte de refrigerador del calor de la sangre, tesis común hasta entonces, Willis, al igual que Descartes y los griegos, convirtió al cerebro en sede de las emociones, la percepción y la memoria. Descubridor del círculo que lleva su nombre, un anillo de vasos sanguíneos en la base del cerebro, sus descripciones anatómicas se encuentran en la raíz de la neurología moderna. Sobre las ideas de Willis prevalecieron, sin embargo, las de su compatriota el filósofo John Locke, quien sentenció que era imposible conocer el funcionamiento interior de la mente. No sería la última vez que la filosofía iba a poner en duda que la conciencia pudiera estudiarse como un objeto más del mundo físico.

No obstante, este supuesto velo de oscuridad que cubriría los mecanismos de la mente a principios del siglo XIX cobró fuerza la idea de que la corteza o córtex cerebral estaba implicada en las facultades mentales superiores y, aún más, que constaba de áreas funcionalmente distintas y asociadas. Los padres de esa corriente denominada frenología, fueron los germanos Franz Joseph Gall y Johan Cristoph Spurzheim. La frenología sostenía que la configuración de la corteza y por tanto el carácter de los individuos se reflejaba en la forma del cráneo y que por tanto era posible determinar la posibilidad mediante la observación atenta de la cabeza. Aunque esta tesis ha quedado con el tiempo totalmente desacreditada, la frenología tuvo el mérito de impulsar el estudio experimental del cerebro de animales, mediante lesiones cerebrales dirigidas y la estimulación fisiológica del órgano. De ahí se pasó al estudio de la localización de áreas corticales del lenguaje, con trabajos clásicos del francés Paul Broca sobre afasia motora (dificultad a la hora de articular los movimientos propios del habla) y del alemán Carl Wernicke sobre afasia sensorial o receptiva (dificultad a la hora de entender el lenguaje hablado o escrito), todos ellos realizados a pacientes con graves traumas cerebrales y los del canadiense Wilder Graves Penfield, que en una serie de famosos dibujos relacionó cada parte del cuerpo con el área correspondiente del córtex. Y entramos así en el mundo de la neurociencia con los trabajos pioneros del italiano Camilo Golgi del español Santiago Ramón y Cajal, cuya teoría de la neurona alumbró la disciplina desde principios del siglo XX. Estos impresionantes avances en el estudio científico del cerebro no vinieron acompañados de adelantos análogos en el ámbito de la conciencia, de la que poco o nada hablaron Broca, Wernicke o Ramón y Cajal.

 
 
 

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